
Esto no es un diario al uso, sino más bien una colección de fragmentos de días rotos y temporalidades viciadas. Es una antología de deseos, representaciones, emociones; productos de mi mundo interior encerrado en un cuerpo que está a su vez confinado.
Da igual en qué orden se lean los días, porque el calendario ha dejado de tener sentido. El tiempo ya no fluye libre, ya no se confunden pasado, presente y futuro; estos se han detenido y se han convertido en compartimentos estancos. El tiempo ya no fluye entre ellos como fluye el río, ni se nos escapa de entre las manos como tampoco puede asirse el agua. El tiempo se ha detenido y es una jaula, somos sus presos. Estamos atrapados en un presente inmóvil.
Recuerdo la última tarde antes del encierro: paseando por las calles lluviosas del casco antiguo con Laura, terminamos el día tomando un chocolate caliente. Echo mucho de menos los rostros y las voces de los demás.
Tengo ganas de volver a verla y de hablar con ella sobre esta locura y sobre todo lo demás. Tengo ganas de volver a ver el parque lleno de flores blancas, rosas y amarillas; de perros que corren y saltan; de ancianos sentados en los bancos, que charlan o que contemplan la vida; de jóvenes y no tan jóvenes (sobre todo los segundos) que corren dando vueltas. Tengo ganas de volver a ver el mundo lleno de vida, y lleno de primavera. Lleno de regalos para mí que, como flores, abrirían sus pétalos en abril. Pero ahora que empezaba la primavera, nos toca hibernar. Y nadie estará ahí para verla llegar.
Me da miedo no saber cómo será el mundo cuando se acabe esto, qué nuevas tecnologías bipolíticas se desarrollarán en esta nueva normalidad. Quizá, como dice Byung Chul Han, Europa importe el Estado policial digital chino. Me dan miedo la precariedad, la incertidumbre, la crisis económica — esta crisis eterna en la que siento que llevo viviendo toda la vida — .
Dice Agamben de esta situación: «en un círculo vicioso perverso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos es aceptada en nombre de un deseo de seguridad que ha sido inducido por los mismos gobiernos que ahora intervienen para satisfacerla»[1]. Vivimos en el estado del miedo y el estado de excepción es el paradigma político moderno.
Me imagino en la playa, tumbada en la arena, y noto como el sol caliente acaricia mis piernas. Ese olor a julio, el sabor salado pegado a los labios, y un buen libro en el regazo. Me imagino levantando la vista de esa novela o de ese ensayo y mirando al mar, al horizonte que le separa del cielo, y sentirme pequeña y al mundo muy grande. Percibo en mi pecho la reminiscencia de ese sentimiento de verdadera paz bajo el cálido abrazo del sol, con la arena exfoliando mi piel, el mar haciéndome cosquillas en la planta de los pies. El agua está fría, pero se agradece. El cielo está precioso, está enorme, promete esperanza. El murmullo de las olas y el graznar de las gaviotas calman mi alma inquieta.
Entonces vuelvo al espacio de mi piso de cuarenta metros cuadrados, en el que el sol sólo entra por la ventana dos horas escasas en una esquina del sofá. Y eso, cuando no está nublado.
A veces parece que cuesta un poco respirar. Pero aguanto, porque sé que volveré a aspirar ese olor a julio.
En estos días confinada en mi pequeño piso, pienso mucho en las grandes montañas de mi valle. Aquí, cuando me asomo a la ventana, contemplo un horizonte de edificios grises. Allí las montañas no me dejan ver el horizonte, se imponen altas ganando terreno al cielo. Se imponen, protectoras, mi refugio. Los cielos demasiado grandes me producen vértigo, me pongo ansiosa; quiero que vuelva a protegerme el valle de mi infancia.
En estos días confinada, pienso mucho en las verdes montañas de mi valle, en los senderos a través del monte, en las orillas del río llenas de piedras y peces, en las antiguas vías del tren que transportaba carbón. Recuerdo el zumbido de las abejas; también las campanas que llevaban colgadas al cuello las vacas, que disfrutan perezosas del día soleado apartando moscas con la cola y mugiendo de vez en cuando.
Me acuerdo de las tardes que salía a pasear con mi hermano para hablar del futuro, todos los gatos callejeros que nos encontrábamos. Muchas tardes también nos cruzábamos al pastor con sus ovejas, caminaban balando todas juntas. Nos gustaba fijarnos en sus caras, o quizá sólo yo me divertía viendo sus diferencias y mi hermano me perdonaba las bromas. Hablábamos del futuro; de aquella no podíamos imaginarnos que se paralizaría el tiempo.
Cuando pienso en mi valle siempre recuerdo un gran abanico de sonidos del reino animal. Los guardo todos con cariño en una caja roja de madera, y los clasifico meticulosamente y con cuidado. Por una lado van las aves: el cantar de los ruiseñores y otros pájaros por las mañanas (que no son silenciados por el ruido del tráfico), el graznido de las urracas, también el ulular de las lechuzas.
Recuerdo a los burros a los que acariciaba por las noches que salíamos a pasear L y yo de madrugada: su pelo tan suave, ellos tan mimosos. El silencio sólo lo interrumpían los grillos y mis susurros.
Aquí en la ciudad, desde mi casa, los únicos animales que veo son las palomas y los perros. Alguna vez cruza una gaviota el cielo: ese es realmente el único sonido que he podido añadir a mi cajita roja desde que estoy en Oviedo. Me gusta cómo graznan las gaviotas cuando surcan los aires. Pero echo de menos a todos los animales de mi valle.
[1] Giorgio Agamben, La invención de una epidemia (febrero 2020)