Hoy me apetece hablaros de mi barrio. Ha sido viviendo en este barrio que Oviedo ha pasado a formar parte de mí y se ha convertido en mi hogar. Estas calles se han familiarizado conmigo, estos edificios y estos caminos se han fundido con mis estados de ánimo y mis recuerdos, conformando un mapa espacio-temporal-emocional: en este parque me sentaba por las tardes viendo cómo se teñía de rosa el cielo mientras yo esperaba, pensando en mis cosas, a que llegara la hora de mi práctica de conducir; en este rincón escondido lloré lágrimas cuando mi corazón desbordaba; en este banco fumé algunas noches, acompañada, ya fuera en silencio o manteniendo conversaciones que solo se tienen de madrugada.
Pero hoy de lo que me apetece hablar es de algunos de los habitantes de mi barrio; personajes que, sin haber establecido una relación directa con ellos, han pasado a formar parte de mi vivencia en él. Está, por ejemplo, la dama del perrito, a la que he bautizado con cariño como uno de los cuentos de Chéjov, porque siempre que la veo por la calle está acompañada de un perro pequeñito.
La dama del perrito es una persona muy nerviosa, con cierta expresividad agresiva: siempre es muy fácil saber cuál es su estado de ánimo. Cuando saca a pasear a su perrito, la mayoría de las veces camina deprisa, con una agitación visible, como si quisiera huir de algo, como si quisiera huir de lo que pasa en su cabeza. En otras ocasiones, va con los auriculares puestos y no le preocupa que la vean moverse al ritmo de la música que escucha, o quizá es que quieren que la vean, sacude las caderas como diciendo: «¡no me importáis! ¡quiero que sepáis que no me importa lo que penséis!».
La dama del perrito es la joven del primero del edificio de enfrente. Vive con una mujer mayor. No sé cuál es su relación, pero yo creo que son familia; al menos, se comportan como una: cocinan juntas y se pelean. Una vez ella estuvo a punto de irse de casa: habían discutido y la señora no la dejaba entrar, así que desde el portal le gritó que le bajara las maletas. Por supuesto, al final no pasó nada.
Muchas veces coincidimos en la ventana, ya sea fumando o simplemente pensando. Cuando coincidimos, no siempre soportamos la presencia la una de la otra, y una de las dos (sino ambas) acaba cerrando la ventana y volviéndose al interior. Pero en otras ocasiones es agradable y siento que nos entendemos: yo sé que ella tiene un carácter nervioso, ella sabe que yo soy más bien nostálgica. Es una relación silenciosa, nos hemos acostumbrado a la compañía de la otra mientras echamos el piti de después de cenar.
En mi barrio también está el vaquero. El vaquerito de mi barrio es un hombre comprometido con el estilo western: va con sus botas de espuelas y su chaqueta de cuero con flecos, y por supuesto nunca le falta el sombrero. Todos los días, coincidiendo con la hora del crepúsculo, se apoya en un banco contemplando reflexivamente el horizonte. Lleva auriculares y yo creo que escucha bandas sonoras de películas del viejo oeste, como El bueno, el malo y el feo. Realmente, si hablamos con honestidad, puede llegar a resultar ridículo ahí quieto, pensando, siempre con el mismo atuendo. Pero yo en parte lo encuentro admirable: siempre comprometido con su estilo, siempre fiel a su sombrero, siempre a la hora del crepúsculo. Es cierto que ahora que es verano y pega el calor, ha cambiado las botas de espuelas por unos playeros viejos y la chaqueta de cuero por una cazadora vaquera; pero nunca, nunca le falta el sombrero.
A mí me gusta imaginarme anécdotas de la vida del vaquero que expliquen su comportamiento. Quizá compartía el gusto por los vaqueros con el amor de su infancia, aquel niño o aquella niña del barrio con quien se imaginaba que cabalgaban a lomo de sus caballos blancos por terrenos áridos y desiertos llenos de indios. Perdieron el contacto con los años y ahora le espera, cada tarde al caer el sol, en el banco en el que quedaban siempre después de la merienda. Tiene la esperanza de que un día aparecerá, y cuando lo vea con su sombrero de vaquero lo reconocerá al instante, y se irán juntos a correr aventuras de nuevo a lomos de corceles blancos.
Entre todos los personajes de mi barrio, también hay una joven pelirroja que gusta de pasear sola o enfrascarse en sus pensamientos apoyada en la ventana. A veces, se imagina lo que acontece en la vida de las personas que pasan por delante de sus ojos, e incluso le puede llegar a dar por escribir. Pero por lo general, reflexiona sobre ella, se imagina futuros posibles e imposibles, reinterpreta el pasado, analiza el presente. Sin embargo, todo eso no es tan fácil expresarlo en papel.